martes, 14 de octubre de 2008

Ándale ándale

Por Ricardo Solís

La primera vez que Andrés Calamaro se presentó en vivo ante público mexicano no pudo resultar más significativa: auditorio abarrotado, público emocionado, gritos, empatía y corifeo extático. De esa manera podría resumirse el encuentro entre el intérprete argentino y sus fanáticos tapatíos; pero no se reduzca a sólo eso, no señor.

No resulta extraño para el célebre músico que, para atacar un concierto en terra incognita, se debe hacer lo que se viere (o suponga) y, dado el caso, se enfundó la casaca nacional y comenzó su programa con icónica mención a Pancho Villa. Secretos no parece haber para quien ya pasa de dos décadas pisando escenarios del continente entero.

Por supuesto, el acólito de mediana edad no debió sorprenderse mucho con la aguda gritería eufórica de algunos, prospectos de groupies que –muy probablemente– apenas gateaban (o estaban por nacer) cuando Calamaro ya entonaba algunos de sus primeros éxitos con Los abuelos de la nada.

Y, claro, cómo pasar por alto que el (a su pesar, según dice) célebre argentino muy pocos pares tiene a la hora de combinar su lenguaje sencillo con la sofisticación significativa que (en la mayor parte de sus canciones) logra el golpe evocativo, la emotividad contundente de aquellos que –en el Olimpo de los escuchas– tienen sitial ganado a pulso y consistencia.

Calamaro, pues, permitiéndose el símil con su conocida rola sobre el Pelusa (y ajustándose a su sabida pasión futbolera), “tiene el don de tratar muy bien al balón en su terreno”, justo un terreno es el escenario para quien llega y sin pérdida de tiempo ataca la guitarra al lado de la banda para que el respetable haga retumbar un recinto que –por un instante– alguien tal vez juzgó equivocado para el evento.

Celebración. Y cómo no, si a la capillita por fin le había llegado su fiesta, su oportunidad para desgañitarse al ritmo de cada ejecución de un Salmón que, sin dificultades, hizo comer de su mano (río abajo, como bajo encantamiento) a la audiencia que pidió más, más y más a su ídolo.
Por supuesto, bien distingue a Calamaro que no peca de avaro y, además de sus propias creaciones, entonó algunas de otros reconocidos compositores (Sabina, por ejemplo) y su admirable conjunto de tangos que, así su propósito funcional haya sido permitirle descanso a sus músicos, no sobra quien coloque como sus versiones preferidas (cómo mejorar esa versión de Copa rota, carajo).

Además, no puede evadirse que –adeptos o no– lo que identifica a Calamaro con aquellos grandes trovadores de la memoria y el estrago es, precisamente, activar el recuerdo en si signo de regocijo o pesadumbre, en su rasgo de risa compartida o llanto tremebundo para cualquiera que se sienta “el arquitecto” de “lados incorrectos” (comandar la “parte de adelante” es detalle para el pulso personal de la dulce desgracia).

Bajo la sensación de estar “viajando en un asiento de primera”, no era raro distinguir de pie a la mayoría, bailando, haciendo la mala segunda, gesticulando en el anhelo de que –tras sus gafas oscuras– el intérprete dejara escapar algún ilusorio, ficticio rictus de asentimiento o complicidad, un instante para nutrir futuras leyendas negras, oscuras y falaces oraciones para la sintaxis de un recuerdo.

Haciendo eco (de nuevo) de la imagen que de Maradona hace Calamaro, no debe ignorar que –lo mismo que aquél– ofrece “alegrías al pueblo”, de modo que la evidencia de su frenético padrón no debió sino reposar de sus frases de agradecimiento, su afán de moverse por el escenario a cada grito que confirmaba el acierto de su provocación.

Borradas sus figuras tutelares de otros años (quién pensaba entonces en Páez, García o Spinetta, demonios), Calamaro ha instituido su propia grey, renovada y fidelísima, que le ha dotado (a su pesar, asegura) de un aura, un tinte de rockstar amargo e inusual (pero muy adaptado, por lo visto, al mainstream musical).

Seguramente, la segunda fecha de Calamaro en el Teatro Diana (ayer) debió ser similar, aunque sin la ligera distinción de ser la primera vez que tocaba en suelo mexicano, justo en tierra tapatía, lar de intenso fervor para más de una figura (musical o no, aunque siempre elaboración, efigie fabricada con la confusa carne de lo que otros dicen al respecto). Salve, Salmón (que ha sabido dejar a su público sin saber si estaba despierto o tuvo los ojos abiertos). Esperan, seguramente, “más aeropuertos”.

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